Presentación del poemario «bancales de perfume» de Teresa Ramos
Se celebró en El Bosquecillo de Pamplona, el viernes 21 de abril de 2017. El libro está editado en la colección Poética y peatonal, con la serie Ejemplar Único del pintor y editor Gabriel Viñals.
Esta fue la presentación:
Buenas tardes. Gracias por acompañarnos.
Teresa Ramos me confió la presentación de su poemario bancales de perfume.
Con su confianza, me entregó la llave invisible que abre el portón de entrada a su «tierra secreta», la que Robert Graves cantaba en aquel bello poema:
«Toda mujer verdadera, posee una tierra secreta, más real para ella que este pálido mundo exterior. A medianoche, cuando reina el silencio, deja de lado aguja o libro y la visita a escondidas. Cerrando los ojos improvisa una puerta de cinco barras entre los altos abedules, salta por encima, toma posesión.
Luego corre, o vuela, o cabalga (un caballo viene al trote a recibirla) y viaja donde quiere. Puede hacer crecer la hierba, incitar a los lirios a mudarse de capullo a flor mientras los observa; dejar que los peces coman de su mano. Ha fundado pueblos, ha plantado arboledas, ha formado valles donde los riachuelos corren frescos hacia una bahía cerrada.
Jamás osé interrogar a mi amada sobre el gobierno de su reino, o su geografía, ni la seguí entre aquellos abedules, sentándome a horcajadas sobre la puerta, espiando en la bruma.
Pero ella me ha prometido, cuando yo muera, un albergue bajo su palacio personal en un claro del bosque, donde crezcan gencianas y alhelíes, y en ocasiones podamos encontrarnos. «
Tenía, pues, la llave a una desconocida TIERRA SECRETA.
Descalza penetré en el espacio cuajado de fragancias: rosas, azahares, madreselvas, tulipanes, jazmines, girasoles, lavandas. Y sabores: fresas, granadas, naranjas. En aquella tierra había además acacias, trigales, líquenes…
Descalza y cegada por una luz centelleante. O descalza y clandestina cómplice de la sombra.
Nada pregunté a Teresa sobre la gestación de estos versos. Sólo imaginé y bebí sustancias de una fuente misteriosa.
En el corazón de Teresa descubrí el verano, bajo una sombrilla, sobre blancas arenas, a la orilla de un mar permanentemente renovado. Las olas eran bancales de espuma perfumada y la sensualidad de inefables instantes se derramaba por la piel. Sin embargo, intuí que había llorado. Y descubrí que sus lágrimas hicieron crecer el césped.
Ahondé en este herbal de versos e imaginé a Teresa sentada frente a un cuaderno, en una galería encristalada. Los vidrios son verdes y azules de distinta gama. Las últimas luces de la tarde penetran con intensidad y acarician las numerosas plantas que adorman el recinto. Teresa viste una túnica de color naranja. Toda ella está llena de sol, como el universo vegetal que la acompaña.
En su cuaderno están registradas señales sobre batallas íntimas, y sobre otras guerras que la humanidad se inflige desconsiderada. Entre unas y otras contiendas, Teresa proyecta pequeñas flechas rojas en todas las direcciones posibles. Una de las flechas, elocuente, indica que donde hay un pájaro crece el trigo, se hornea el pan y vive un pueblo. En ese pueblo el viento está enamorado y promete la luz. La luz.
El tiempo de la luz intuido por Teresa después de una noche sabia. En aquella noche, la escritora viajó a lomos de un caballo blanco y se alejó temporalmente de la dicha porque quería entrar en el lugar de los seres desdichados, en la cabaña de quienes sintieron que la soledad era su casa.
En aquel aposento, junto a otras y otros, aprendió a volar sin alas, a tejer la calma. Perdió el miedo. Los voraces, insaciables perros del deseo, la acecharon pero se alejaron al fin, ladrando, con las mandíbulas tensas y los dientes afilados.
El poeta palestino Mahmud Darwish le habló al oído y Teresa dejó caer en el cuaderno las lágrimas de una tierra consumida de amor.
En la galería se apagó la luz del Sol. Desde la oscuridad y la calma; desde lo más profundo del subconsciente, la Teresa solar y la Teresa lunar invocaron al centauro. Él llegó desde el interior del bosque, con las pezuñas fragantes a tierra húmeda y hojarasca, emitiendo relinchos de animal herido, de bestia maldita, con la sensibilidad primitiva de una criatura atávica.
Teresa acarició su torso cobrizo. Atemperó su fiereza con manos delicadas. Restañó sus heridas y permitió que el animal hiciera lo mismo con las suyas, a lengüetazos. En ese intercambio ambos abrazaron el instinto, se dejaron mecer por los cantos de la noche. Enamorados del viento, ambos.
Teresa-centaúride, cobijó la luz que buscaban sus pasos.
Cesó el frío suburbial de las ciudades constuidas con los escombros del amor. La desolada belleza.
Enamorados del viento, sintieron el pensamiento elevado con la boca abierta llena de luz.
Cuando el centauro abandonó el territorio de los sueños, Teresa adornó sus cabellos con diademas de flores y dispuso los sentidos para recibir a su noble amor, a su sangre.
La luz en este instante sagrado le brota por los poros y la música de violines y violonchelos despierta a los pájaros secretos.
Se entrega a los bancales de perfume la noche a ritmo de blues.
La serpiente que trepa por su espalda acaba con las últimas migajas del miedo.
Se expande la música entre la luz tenue.
La música empuja hacia la luz del amor.
La música es luz sorprendida.
El cuerpo aulla de terror y de placer.
¿El terror y la belleza de Rilke?
El grito de la piel.
Y se rinde .
Y eso es todo.