Textos mínimos
Bajo manto de oro cobija la noche nuestros sueños. Despertamos entre las ramas, casi alados.
17 de noviembre de 2014
Me miraba con insistencia cuando caminaba por el bosque y un día me detuve a escucharle. Su historia rebosaba de soles y lunas con solsticios y eclipses incluidos. Lo habían abrazado hiedras y clemátides. Una niña construyó a sus pies su casa de soñar. Habitadas sus ramas por pájaros y arañas, no dejó un solo día de sentirse hermoso. Erguido, tan terrenal como celeste, se embriagó de lluvias delicadas y otras torrenciales. Recibió al rayo entre sus brazos vegetales. Y accedió al hachazo del leñador como aceptó después convertirse en silla, cuna o fuego. Me miraba diciéndome desde sus ojos redondos que la vida es un milagro, un arroyo de sorpresas, aunque nos clave de vez en cuando alguna astilla. Me regaló su aroma a trementina. Le divirtió que quisiera fotografiarlo.
Nuestro amigo miraba pasar los pájaros y un pájaro más era, sin acabar de desplegar sus alas, sin posar sus pies sobre la tierra. Nuestro amigo observaba el descanso de las nubes sobre las cumbres andinas y en nube se convertía. Nuestro amigo se agarró a la cola del cometa del vértigo y voló por paisajes inquietantes hasta hallar la calidez de una cuna, un regazo de tierra, una bendita mano de agua. Dejó sus plumas a la orilla del río de la vida y partió al encuentro de la luz serena.
En «La Diosa Blanca» Robert Graves escribe: «La Diosa no es ciudadana; es la Señora de las Cosas Silvestres, merodeadora de las cimas boscosas». Por eso husmeo entre la hojarasca, como una animalilla de la floresta, hurgando en la tierra, aspirando el aroma del humus y las setas. Por ahí, entre las cortezas y sus líquenes, entre los helechos pletóricos de esporas, entre eléboros y piedras musgosas, entre los seres elementales, respira la Diosa. Su inspiración es profunda y cuando espira, todo el bosque recibe el aroma afrutado de su aliento. En mi nuca la siento. Penetro más y más con mis dedos en la tierra húmeda. La Diosa siempre me obsequia un tesoro.
Fue una tarde de invierno en buena compañía. Las luces hablaban con el mismo lenguaje de los pájaros. En voz baja se deslizaba el día por el río, arrastrando hojas, llevándose los panales construidos en el corazón a lo largo del año. Tarde de miel y frío, en brazos de la abundancia de las cosas que están ahí mismo.
Serenidad
Tenía la mirada azul. Como el cielo limpio, el agua llena de luz, la serenidad. Partió hace ya once años. Pero no nos abandonó. Desplegó sus alas amorosas y es raro el instante que no percibimos la cadencia de su vuelo en una brisa delicada, en la flor que resiste las heladas nocturnas o en la presencia vespertina del petirrojo sobre la rama desnuda de la higuera.